
Era una piedra grande, hecha de pequeñas piedras grises, blancas y negras. Estaba en una esquina del patio de atrás de la primera casa en la que vivimos, al lado de un sembradito de maíz, cebolla y otras plantas verdes.
Mamá lavaba la ropa de todos nosotros en la poceta de cemento que en algunos días de sol se convertía en piscina para Felix y para mí. Y yo, sobre la piedra grande, empezaba a improvisar la comidita del día.
La tierra negra que, con convicción y generosidad, recogía y luego amasaba con mis manos, era la base de todas esas preparaciones. Me gustaba agregar algunos tréboles y amaba despetalar las buganvilias moradas que, desde el patio del vecino, se descolgaban hasta el nuestro. A veces también nos llegaban de allá mangos muy maduros que se caían solos del árbol y guayabas picoteadas por los pájaros.
Sobre la piedra grande iba dejando cada uno de los ingredientes que lograba conseguir en el patio, pero si me parecía que no eran suficientes, mamá iba a la cocina y regresaba con moritas, cascos de mandarina o un banano para completar la receta.
Despedazaba cada cosa y mezclaba sin parar. Y cuando consideraba que era tiempo, con una piedra pequeña y redonda que cabía en mi mano, maceraba todo sobre la piedra grande. Leer Más