
Se llama Fanny. Lo sé porque la segunda vez que nos encontramos en la calle me atreví a saludarla y preguntarle su nombre. No mimé ni jugueteé con el perrito que paseaba: un pomerania tranquilo. Quería saludarla a ella, mirarla a los ojos a ella.
La primera vez que la vi, hace un par de semanas, casi nos chocamos en una acera estrecha cerca de mi casa. Verla uniformada con un vestido corto color salmón y un delantal blanco en encaje me conmocionó tanto que, avergonzada, agaché la mirada. Eso no pasa aquí, especulé. Eso sí pasa aquí, rectifiqué.
Durante el par de cuadras que me faltaban para llegar a casa me fui pensando en ella. En ella y en Aidé, Edilse, Dolly, Luceli y todas las empleadas domesticas que a lo largo de los años conocí en la casa de mi abuela. Mujeres que muchas veces llegaban en su adolescencia desplazadas por la violencia de pueblos como Cocorná, San Rafael, San Luis y San Carlos. Mujeres que se quedaban ahí hasta que, en la misa de tres de la tarde de cualquier domingo, un buen o no tan buen hombre les sonriera e hiciera promesas de una mejor vida.
“Doña Fabiola, me voy a casar, dios le pague por todo”, le decían ellas en forma de despedida. Y mi abuela, por pura incoherencia emocional o tal vez por el legado aún vigente de esos antepasados suyos que tuvieron y tuvieron hijos para asegurarse mano de obra barata, les replicaba: “Mijita, pero cómo me va a dejar si yo a usted la quiero como a una hija”. Las quería y las trataba bien, sí, pero solo eso.
Mis tíos renegaban, se encargaban de investigar sobre los antecedentes de los pretendientes y trataban de persuadirlas. “Es putero, Aidé, hágame caso. Es toma trago, tiene fama de golpeador, no se vaya con él, abra los ojos. Mire que la va a poner a hacer lo mismo que aquí, pero sin pagarle. No se haga eso a usted misma”.
Todas se fueron y mamá y yo, en secreto, celebramos esas partidas, no porque en casa de la abuela tuvieran una mala vida ni porque creyéramos que esos amores de misa de domingo serían su salvación, sino porque sabíamos que ellas soñaban con algo mucho mejor y nosotras de verdad orábamos y orábamos, pues era lo único que sabíamos hacer en ese tiempo, para que así fuera, para que se les abrieran nuevos caminos.
Leer Más