Crecí aquí, rodeada de montañas, vecina de la alcaldía y la iglesia, vecina de la plaza principal de mi pueblo. Y en la época de mayor conflicto, cuando yo todavía era una niña y la guerra se tomó la mayoría de los pueblos vecinos, mi pesadilla más recurrente era una en la que escuchaba a mi mamá gritando: “ya vienen, ya vienen”. En medio del sueño veía y sentía como mi casa y la iglesia explotaban. Me despertaba temblando y llorando.
Una vez llegó el rumor de que el próximo pueblo era el nuestro, que de esa sí no nos salvábamos. Y espantados vimos a los policías de la estación, que quedaba al lado de la alcaldía, sacar cajas llenas de documentos e irse lejos de la plaza principal. Sabíamos que lo hacían para protegernos, porque la guerrilla acostumbraba a llegar tirando pipetas de gas contra ellos.
La estación de policías nueva quedó más cerca del cementerio que de cualquier otra cosa y aunque al pueblo nunca se lo tomó la guerrilla, sí se lo tomaron el miedo y el dolor que llegaron con los vecinos y desplazados de otros pueblos que sufrieron perdidas inmensas.
La guerra no se acabó, pero durante los últimos años se movió de escenario. A nosotros nos dejó respirar, a otros los siguió asfixiando. Seis millones de victimas en 54 años de conflicto entre el Gobierno y la guerrilla, leí en el periódico ayer. Eso es demasiado.
Hubo muertos de todos los bandos y hubo muertos de todas las categorías. Lo que nunca entendimos muchos fue por qué a algunos se los lloraba y a otros se los celebraba. ¿Por qué si somos los mismos?
“Mataron al mono hijueputa ese, ahora si los tienen encerrados y aguantando hambre en el monte”, me dijo un vecino con cerveza en mano, sonriendo y brindando por el asesinato de unos guerrilleros hace unos años. Y yo sin responderle nada me fui rezando para que se acabara pronto la guerra, para que terminara antes de que la gente buena se volviera mala sin darse cuenta.
Textos: Todaslasquehesido.com
Ilustración: vía egonschieletr.tumblr.com