El caldo
Cuando supe que Rafael tenía cáncer de piel me quedé como pasmada. ¿Otro cáncer en la familia? Pero en lugar de pegarme a berrear con mis hermanas, mejor agarré camino y me fui para el matadero del pueblo a buscar dos gallinazos. Doña Rosalba me había dicho que ese animal era bendito para esa enfermedad y yo le creí.
Allá me encontré con un muchacho y le pedí el favor de que me los cogiera. Yo le dije que bien podía cobrarme lo que quisiera, que yo sabía que esos gallinazos eran muy bravos y que si lo picoteaban era infección segura. Y él, lo más de querido, me cobró diez mil pesos por cada uno.
Al otro día fui por ellos y me los tenía empacaditos y bien amarrados en de a caja. Lo que me hizo dar como sustico fue que cuando iba en el bus para la vereda unos policías nos pararon y se subieron a revisar. Esos animales no hacían sino chapalear y ellos preguntando que qué era lo que yo llevaba ahí. A mí me dio miedo y les respondí que unas gallinas. Ah, es que uno no sabe. A lo mejor si les decía que eran gallinazos me los quitaban pensando que yo me dedicaba a la brujería o quién sabe qué.
Lo cierto es que llegué con esos animales al Alto y allá mi cuñada me estaba esperando. Pasamos los gallinazos de las cajas a unos costales y los matamos a palazos. A mí me dio pesar, pero qué se va a hacer.
Esos animales son como gallinas, nada más que son más duros de desplumar y la carne es morada negrosa. Pa qué, pero dan asco. Nosotras le hicimos el consomé a mi hermano con harta cebolla y cilantro para que no le supiera muy horrible, pero el pobre tenía que cerrar los ojos, taparse la nariz y bogarse eso a la carrerita. Muy maluco, muy terrible decía él que sabía eso. Yo no me atreví a probarlo. Leer Más